¡Qué frío hace esta mañana! Estamos ya en pleno “otoñoinvierno” (esto del cambio climático nos está volviendo locos) y las primeras horas de cada día son un gélido despertar. El clima de Madrid es seco, por lo que el frío es muy intenso cuando las temperaturas bajan, pero es más llevadero cuando a lo largo del día suben y brilla el sol. Sin embargo, da igual donde te encuentres, madrugar es siempre algo tedioso y duro. Las luces de las calles aún brillan mientras el sol se va desperezando y poco a poco comienza a salir. En esa penumbra en la que ni es de día ni de noche, es en la que nos despertamos, sin saber exactamente qué hora es aunque miremos el reloj repetidas veces. Sin embargo, la magia de esta ciudad te envuelve en cuanto pisas la calle.
Enfundado en mi cazadora verde militar y la bufanda de punto, salgo a la calle con las farolas aún trabajando sus últimos minutos. Me pongo a andar con la música encendida y las manos en los bolsillo, así el frío se hace menos intenso. Es entonces cuando ocurre. De repente, las farolas se apagan al unísono, dejándote por unas milésimas de segundo en la penumbra, y al levantar la vista…voilà! Un manto rosa brillante cubre todo el cielo que consigues ver entre los edificios, iluminándose poco a poco y dando paso a un amanecer entusiasta. De esta forma, el frío desaparece y sólo te queda pensar en que, por qué no, hoy puede ser un gran día.
Madrid tiene esa cualidad sobre mucha gente. Acostumbrado como estoy al ajetreo diario de esta ciudad, a mí sin embargo, me produce una sensación de calma en movimiento que consigue relajarme. Es el dinamismo de esta ciudad el que me atrapa, el que me hace sentir con ganas de hacer montones de cosas. Así, poco a poco, el duro despertar de hace una hora se va convirtiendo en una mañana llena de posibilidades. Me meto en el metro con dirección a Ciudad Universitaria. Hoy voy bien de tiempo, así que aprovecharé para ponerme al día con unos libros de la biblioteca que necesito. Al dirigirme hacia el andén, me cruzo con un joven. Su cara me resulta familiar, hasta que descubro que se trata del chico que estaba sentado junto a mí en la cafetería en la que estaba desayunando media hora antes. Lleva una maleta repleta de pegatinas y tiene cara de perdido. Me pregunta si hablo inglés y le contesto que sí. Aliviado, me pregunta cuál es la mejor forma para llegar al aeropuerto, con lo que le explico cuál es la ruta que yo sigo cuando soy yo el que se va de Madrid, además de otras posibilidades para que él elija. Me mira sonriente y me da las gracias y me dice que aún tiene tiempo para tomar un café y que si quiero acompañarle. Acepto la invitación y nos dirigimos a un bar conocido en el que los taxistas se reúnen para dar habida cuenta de sus desayunos después de una noche más o menos movidita.
Se llama Clemens y vive en Rouen, al norte de Francia. Lleva aquí una semana y hoy es el día de su vuelta. Dice que espera volver pronto por aquí, ya que ha hecho muchos amigos en la ciudad y que sabe que aún le queda mucho por ver. Le contesto que lo mejor que tiene Madrid es lo que no se ve en las guías, lo que la gente de aquí (gatos, como yo) puede enseñarle en las callejuelas o rincones más recónditos y que si vuelve no tendré ningún problema en hacerle una visita por ellos. El tiempo ya se me echa encima así que, recordándole los caminos para llegar al aeropuerto, me vuelvo a meter en el metro para llegar a la facultad a tiempo.
Una vez en clase, me pongo a pensar en la pregunta que muchas veces me hago y no sé contestarme: ¿qué significa Madrid para mí? Supongo que es una de esas cosas de las que no te das cuenta hasta que la pierdes. Sin embargo, sí hay cosas que sé responder. Madrid es mi casa, el lugar donde he crecido y donde me siento como pez en el agua. Madrid me da confianza y a la vez me otorga la tranquilidad de saberme en un sitio conocido, pero a la vez me sorprende con esos cambios continuos (unos más importantes que otros) que se dan en ella día a día y que en cierto modo me motivan y me hacen crecer y madurar junto a ella. Madrid me hace creer en la gente, me hace creer en lo posible que es que mundos tan opuestos vayan de la mano, al menos en una convivencia pacífica. Madrid es el Parque del Oeste en verano. Es la Gran Vía y su fauna a cualquier hora del día. Es el atardecer en el Templo de Debod. Es la tapa de turno en la plaza 2 de Mayo. Es el domingo tirado en Olavide subsistiendo a base de ensalada y tortilla de patata. Es estar tomando un café con un francés al que acabas de conocer en una cafetería donde todo se pide a grito pelado a la cocina. Madrid es una ciudad que ha sabido mantenerse a flote durante muchos años a la sombra del olimpismo de Barcelona, manteniendo su estilo con el paso de los años. Siendo la capital se ha tenido que conformar con ser la segunda ciudad de España para el mundo. Sin embargo, eso está cambiando. Cada día que pasa, Madrid se vuelve un poco más internacional, un poco más cosmopolita, y lo hace sin perder un ápice de su esencia, sin dejar atrás las señas de identidad con las que yo he crecido y convivido en mis 22 años de existencia. Porque si algo tiene Madrid es eso, identidad. Madrid crece y evoluciona, pero lo hace al ritmo de sus ciudadanos, de la gente que la bebe todos los días, y no imponiendo su marcha. No cabe duda de que Madrid es Madrid, no sólo por sus bulevares, parques, museos o monumentos, sino que Madrid es Madrid por su gente, por los madrileños de nacimiento y por los de espíritu. Por esto, siempre que pienso en Madrid, se me viene a la cabeza lo universalmente castiza que es.
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